Fue en el Festival de las Artes de Boston, en 1953, cuando vi por primera vez una pintura original del poeta Kahlil Gibran. O al menos eso creía… Cuando mi compañera de Tufts y yo leímos en el catálogo que el artista había nacido en 1922, algo no hacía sentido: el autor de la novela El profeta, que solíamos citar con frecuencia, era un misterioso personaje muerto en 1931. ¿Este pintor contemporáneo sería entonces un impostor, un hijo o un homónimo del poeta?
No supimos la respuesta sino hasta 1955, un año después de nuestra graduación de Tufts. Yo trabajaba en mi pueblo natal, Lynn, en Massachusetts, dando clases de inglés. Tenía sobre mi escritorio, en un lugar privilegiado, el pasaje De los niños, tomado de El profeta de Gibran. En la primavera de ese año, la misma compañera me contó que Bob Berkowitz, un escritor que había conocido en Beacon Hill, le había presentado a Kahlil Gibran, el artista. “Es familiar del poeta” –me dijo– “y quiere que vayamos a Scituate el próximo domingo. ¿Vienes con nosotros?”
Y fue así que conocí al pintor de 32 años, básicamente por el hecho de tener un viejo chevy y que ni él ni Bob Berkowitz conducían: me habían invitado para que les sirviera de chofer en un viaje a la Costa Sur en un lindo día de marzo. Aunque no recuerdo mucho de aquel viaje, puedo acordarme del artista hablando de su parentesco con Gibran. Kahlil, que entonces me pareció algo mayor y además hacía honor al apodo de “nerviosito” Gibran, les contaba que tanto su padre como su madre eran primos del poeta. Kahlil no sólo era su homónimo y ahijado, sino que su parentesco con él se daba por ambas vías: la paterna y la materna.
“Yo nací con manto [de amnios] sobre mi rostro” –nos dijo de repente. Sorprendía tal confesión, aunada al hecho de que, a diferencia de casi todos mis amigos nacidos en los tiempos higiénicos de las salas de maternidad, este personaje había nacido en su casa en Oliver Place, ahora el barrio chino de Boston. Y después agregó: “Según la creencia, el mío fue un nacimiento mágico. Por eso me bautizó Gibran.” Yo tomé esta información con toda naturalidad y mantuve la mirada en la carretera, sin imaginar, ni remotamente, que este personaje con aire de hechicero y yo habríamos de tener un vínculo de más de cincuenta años.
Había algo de extraño en nuestra relación. Yo estaba obsesionada con los relatos de Hemingway y más recientemente con El guardián entre el centeno, de Salinger; y resultó que Kahlil había diseñado el colofón de Noonday Press para su editor, Cecil Hemley. Yo parloteaba de la Quinta de Beethoven que escuché en Tanglewood, en un viaje que recientemente había hecho en bicicleta; y Kahlil me mencionó a su amigo Alan Hovhanness y me mostró los instrumentos de cuerda que éste había creado para el compositor. Yo prefería la lechuga picada y tomate en rebanadas con mayonesa; y a él le gustaban la menta y el perejil en algo llamado taboule. Yo había dado de brincos y agitado la mano saludando a Dwight Eisenhower, a su paso por Somerville; y Kahlil admiraba a George Gross, vendedor de libros, y otros socialistas que había conocido en el parque Common de Boston. Yo era una aspirante a escritora cuyo contacto con el oficio creativo se había dado en las clases con el poeta John Holmes; y ya los críticos consideraban a Kahlil como una promesa de la Escuela Expresionista de Boston. Para sorpresa de todos, de alguna manera congeniamos.
A mí me encantaba la desbordante y a menudo frenética energía que tenía Kahlil, así como también me encantaban sus manos –su increíble destreza y seguridad ya fuera para cortar una estera para un cliente o bien para doblar metal hasta formar una superficie perfecta. A él le gustaban mis piernas largas. Alguien le dijo un día: “Es demasiado alta para ti”, y él respondió: “Pues me conseguiré una escalera.” Él también admiraba mi memoria: no era precisamente fotográfica, pero podía recordar detalles contextuales sobre personajes literarios o históricos en los que él ni siquiera reparaba. Y ambos leíamos con avidez, aunque no las mismas cosas: yo devoraba el The New Yorker y él hacía lecturas minuciosas de catálogos, manuales instructivos, y de la Enciclopedia de Diderot.
En cuestión de semanas me presentó a su familia: a su madre, Rose; a su padre, Nicholas –quien hacía gabinetes y había enseñado a Kahlil todo cuanto sabía sobre herramientas y materiales; a sus hermanos Horace y Hafiz–, y a sus hermanas Susan y Selma. Pude notar que Kahlil era el hijo de en medio y, aunque frágil, se le consideraba un ser especial.
Ya a sus cuatro años usaba anteojos; su larga historia clínica en el hospital Floating de Boston revelaba un cuerpo asediado por el cólico, la dispepsia y la fiebre reumática. Cuando su madre se iba por las mañanas a trabajar a la cercana fábrica Petticoat de Boston, el pequeñito lloraba y le decía en árabe: “Quiéreme, amor”. Cuando creció, no disfrutaba mucho haciendo deporte con los niños; prefería quedarse en casa construyendo objetos con su padre o bordando y cosiendo con su madre. Su tía Mary (Marianna, la hermana del poeta) lo llamaba “Principito”. Cuando el poeta llegaba de visita, su padre llevaba al talentoso niño a las reuniones que se hacían en el departamento de la tía Mary y Gibran, ubicado en la calle Tyler. En estas reuniones nocturnas, los hombres fumaban, platicaban y jugaban pinacle. Cuando las mujeres asistían, Maroon (una prima de Gibran) cantaba, mientras su esposo Assaf George tocaba el “nay” [Una flauta de carrizo del Medio Oriente].
Kahlil tenía nueve años cuando, en 1931, murió “el tío” Gibran. Ésto fue un verdadero cataclismo para la familia. Tras el funeral, la tía Mary, Maroon y Assaf George acompañaron a los restos del poeta en su traslado al Líbano. Kahlil solía referirse a este periodo tan triste como “el año sin Navidad ni Pascua.” A su regreso del Líbano, las responsabilidades de la tía Mary con respecto a los asuntos del poeta habían aumentado considerablemente. Ella, que no había aprendido a leer, se vio en la necesidad de pedir ayuda a Nicholas, Rose y su familia.
Muy pronto se hizo evidente que la tía Mary disfrutaba mucho la compañía del pequeño Kahlil. Él empezó a quedarse con ella en su departamento los fines de semana y a acompañarla en las vacaciones que, año con año, ella pasaba en haciendas de Ashland o Groton. La tía Mary, que no sabía leer, le encomendó su voluminosa correspondencia. Él aprendió a leer desde comunicados de editores, páginas de bolsa de valores y notificaciones legales sobre la cooperativa de Gibran que se ubicaba en la calle East Tenth, hasta la correspondencia de los colegas anglohablantes de Gibran e interminables notas de Barbara Young, a quien Mary Haskell (mentora de Gibran de hacía años) había designado para tratar los asuntos relacionados con el estudio de Nueva York.
Mientras seleccionaba las cartas para decidir cuáles conservar y cuáles destruir, al chico le encantaba escudriñar entre las pertenencias del poeta. “Anda, lánzate a la pesca,” le decía la tía Mary, sabiendo que dejarlo “hurgar” entre las cosas era una manera de motivarlo a quedarse más tiempo con ella.
Así nació una tradición –cada vez que él encontraba entre las cosas de Gibran un libro de arte o una revista que le resultara interesante, la tía Mary se lo regalaba. Ella sabía que, para su cumpleaños o alguna ocasión especial como su graduación, no había nada que Kahlil deseara más que recibir otro recuerdo de Gibran. Minuciosa y metódicamente, Kahlil rescataba y atesoraba los objetos que alguna vez habian pertenecido a su célebre tío. Para el momento en que también se llevó el gabinete en que Gibran guardaba sus pinceles y pinturas, era claro que este chico, que ahora se convertía en un talentoso adolescente, estaba decidido y destinado a continuar la ruta artística de su homónimo.
Desde siempre, a Kahlil le había gustado coleccionar. Contaba con entusiasmo cómo, muy temprano por la mañana, salía a las calles más transitadas en búsqueda de alguna exótica caja de cerillos que se le hubiera caído a algún turista; también contaba sobre las navajas que había acumulado cuidadosamente en sus viajes diarios a la tienda de Industrias Morgan Memorial Goodwill, y sobre los 78 discos de música de Medio Oriente que con perspicacia había recuperado de entre la basura de los vecinos. Si bien él era un creador, su reputación como coleccionista iba en aumento; ya fueran pinturas de la India en miniatura, netsukes japoneses o medallas de bronce, su pasión por los objetos elegantes se hizo popular. Al poco tiempo de habernos casado, en 1957, Kahlil empezó a mostrarme su colección de preciados objetos que alguna vez habían pertenecido a Gibran.
Entre las primeras cosas del poeta que llegué a ver, se encontraba un instrumento musical: el nay que Assaf George había tocado para Gibran. El mismo instrumento que había inspirado la letra de su inmortal canción: A’tini Nay – Tráeme la flauta. Con cierta frecuencia, Kahlil hacía una pausa en su trabajo para tocar tan mágico instrumento e invocar esos sonidos susurrantes y melancólicos que el poeta había llegado a comparar con “el secreto de la eternidad”. Había veces en que, tras estas sesiones musicales, me platicaba cómo cuando era un jovencito y visitaba la casa de la calle Tyler se escondía detrás de un sofá o debajo de una mesa y desde allí, sin que nadie lo viera, escuchaba los monólogos de Gibrán. Y así me reconstruía la escena: denso humo que amarillentaba todo y a todos, cerillos de madera frotándose contra la parte baja de la mesa de roble, el intenso aroma a regaliz del licor de arak que fluía sin cesar, y los tonos lastimeros de la conversación en árabe – todo ello simbolizando un mundo perdido.
A pesar de los ataques de nostalgia que llegaba a sentir, Kahlil, como el pintor y escultor serio que era, nunca alardeó de su relación con el poeta. En su estudio de la calle Fayette, ubicado a unos minutos de donde había crecido, no se exhibía ningún dibujo u objeto personal del poeta, de los que la tía Mary le había regalado. Rara vez mencionaba los libros que Mary Haksell le había enviado, y que cuidadosamente conservaba, o las notas de Barbara Young, primera biógrafa del poeta. Tampoco hablaba de los ephemera, las fotografías, los anuncios que databan de los inicios de Gibran, ni de las cartas a la tía Mary o al padre de Kahlil. Incluso los objetos y regalos personales que “Gibran me dio con su propia mano” [decía Kahlil], como la caja de acuarelas o el test de Roscharch que el poeta había aplicado, se encontraban cuidadosamente guardados en gabinetes metálicos. Así, protegidos pero accesibles, se mantenían ajenos a la vida cotidiana de Kahlil como restaurador de arte, fabricante de instrumentos, inventor, pintor y escultor. A decir verdad, su intención era distanciarse.
Kahlil me confesó la vergüenza que sintió cuando, siendo un estudiante pobre de la Escuela del Museo de Bellas Artes de Boston, el decano le pidió colaborar con la compra de una nueva enciclopedia para la biblioteca. Se daba cuenta de que, debido a su nombre, mucha gente lo creía rico y pensaba que él era el beneficiario de las crecientes regalías de su célebre tío. Era ésta una gran ironía para un joven artista que trataba de sobrevivir con menos de un dólar al día. Alguna vez reconoció ante sus amigos más cercanos que había llegado a considerar la posibilidad de firmar sus obras como “George” Gibran, que era su segundo nombre, o tal vez “Kahlil George Gibran”. Incluso bromeaba: “¿O qué tal si mejor me cambio de nombre y me pongo Lilhak Narbig?”
Sin lugar a dudas, esta intensa ambivalencia sobre su identidad fue una de las causas por las que Kahlil solicitó la guía del Doctor Clemens Benda, un psiquiatra junguiano bastante conocido entre los artistas del lugar. El análisis, que duró cuatro años (“Mejor que una formación universitaria”, como le gustaba decir), lo ayudó a enfocarse en su propia identidad. Esto coincidió también con el reconocimiento público del que, por sus propios méritos, ya gozaba. Sus esculturas de soldadura en tamaño real empezaron a cobrar fama a nivel nacional e internacional, y Kahlil comenzó a recibir numerosos reconocimientos que lo confirmaban como un artista por derecho propio: premios del Festival de las Artes de Boston, trofeos de la Sociedad Nacional de Escultura y del Instituto Nacional de las Artes y las Letras, dos becas John Simon Guggenheim, medallas de oro de la Academia de Pennsylvania y de una exposición internacional de arte religioso en Trieste, Italia. Las invitaciones que recibía para participar en exposiciones por todo el país confirmaban las palabras con las que Evan Turner, director del Museo de Arte de Filadelfia, había descrito la “dedicada implicación espiritual de Kahlil y su fascinación no sólo por el logro distinguido de la historia del arte, sino también con las curiosas excepciones de tal evolución.”
Si bien desde los años 20 la fama del poeta y la fascinación por la obra El profeta crecían de forma paulatina, durante la efervescencia de los sesentas simplemente estallaron. Las memorables palabras de Gibran reflejaban “la nueva consciencia” que había descrito Emerson un siglo atrás. Todo el mundo, ya fueran admiradores o críticos, reconocía la influencia que ejercía Gibran en la vida cultural de los Estados Unidos y en los lectores del mundo entero. En ese entonces, Kahlil se ganaba la vida como restaurador durante el día y por las noches creaba sus excepcionales esculturas. Inmerso en su propia carrera, se esforzaba lo mejor que podía para soportar la presión a la que continuamente lo sometían las investigaciones académicas en las que se le pedía revelar los detalles sobre las raíces del poeta.
La tía Mary seguía dependiendo de él. Aunque su casa de tres pisos de Jamaica Plain estaba a poco más de tres kilómetros, solía quedarse con Maroon George en el edificio de departamentos que les pertenecía a ambos. Como el estudio de Kahlil quedaba muy cerca, regularmente llegaba a visitarlo cargando fajos de papeles por leer.
Un día en que el calor apenas podía soportarse, escuchamos unos pasitos que subían lentamente las escaleras a nuestro segundo piso. Kahlil corrió hacia la puerta; allí estaba la tía Mary, con el sudor escurriendo por su frente y cargando una enorme sandía. Nos sorprendió tanto el hecho de que se hubiera aventurado a salir, pero entonces recordamos el dicho familiar: “Cuando visites a alguien, llévale algo tan grande que la única manera en que puedas tocar a su puerta sea con los codos.” La tía no dejaba de traer regalitos para su ahijada Nicole, nuestra hija recién nacida. Como en ese entonces yo me quedaba en casa a cuidar a la pequeña, ocasionalmente ayudaba a la tía Mary a revisar sus cuentas y a responder cartas y preguntas de sus corresponsales
En el otoño de 1963, Kahlil y yo nos enteramos de que venderían el edificio en que estábamos rentando. Presas del pánico, emprendimos la búsqueda de un nuevo hogar y encontramos una pensión en South End que ofrecía un estudio a precio accesible —además de un lindo patio y una cocina de verdad, ¡con estufa y refrigerador! Pagamos el depósito con ayuda de mis padres y de la tía Mary y, tras muchos esfuerzos, pudimos conseguir que una cooperativa de crédito nos hiciera un préstamo para vivienda, pues ningún banco estaba dispuesto a hacer negocios con un artista “desempleado”.
Recuerdo que un día, por esa misma época, Kahlil y yo habíamos llevado a la tía Mary a su departamento. Mientras nosotras conversábamos en la mesa de comedor de roble, el inquieto Kahlil exploraba un escritorio que se encontraba en el porche frontal, el cual carecía de calefacción. De repente, se apareció con una caja de Jordan Marsh sucia y maltrecha, repleta de cuadernos. “Tía Mary, ¿tú ya sabías que tenías éstos?” –le preguntó, mostrándole uno de los cuadernos de composición con empastado café. “¿Qué?” –replicó la Tía Mary. Yo tuve que contener un grito. Kahlil había abierto el cuaderno en una página donde podía apreciarse, cuidadosamente escrito, el título de EL PROFETA, y debajo, en la inconfundible escritura de Gibran, las conocidas palabras: “Y un anciano sacerdote dijo: “Háblanos de la religión…”
Con mucho esmero y detalle, Kahlil explicó cuán importante era el tesoro que Mary Haskell le había enviado a su tía Mary años atrás, así como los riesgos que implicaba guardar el papel sin tener los cuidados apropiados, expuesto a la humedad, al calor y al frío extremo. “Llévatelos”, le dijo ella con toda naturalidad.
Ante la seriedad de este gesto, una obsesión se apoderó de Kahlil: en cuestión de semanas, había meticulosamente numerado, etiquetado y almacenado un baúl entero de manuscritos, pruebas de galera y blocs de dibujo, en sobres y folders libres de ácido, y había rentado dos enormes bóvedas en el Primer Banco Nacional de Boston, ubicado en la calle Berkeley. También se puso en contacto con uno de los abogados literarios de mayor renombre para que redactara un documento mediante el cual la tía Mary diera testimonio de las muchas obras originales de Gibran (entre obras arte, manuscritos y correspondencia) que, desde hacía décadas, ella le había regalado a Kahlil con la esperanza de que él cuidara y conservara la colección de la mejor manera posible.
Desde entonces, Kahlil emprendió una misión de la que nunca flaqueó y decidimos involucrarnos y familiarizarnos con el complejo patrimonio de Gibran. Era muy lamentable no contar con biografías suyas veraces y confiables. Nos enteramos de que, a finales de los sesentas, un hermoso dibujo de Gibran que Kahlil admiraba mucho simplemente había desaparecido de los muros de una exposición mal organizada y carente de supervisión. También empezamos a ver que aparecían publicaciones no autorizadas de las cartas entre Gibran y Mary Haskell, y de los diarios de ella. Esto nos confirmaba aún más la urgencia de que todo el material que la tía Mary había generosamente confiado a Kahlil se conservara de modo apropiado y fuera analizado con todo rigor: la verdad sobre la vida del famoso escritor, Gibran Kahlil Gibran, necesitaba ser contada.
Gradualmente, Kahlil y yo fuimos poniéndonos en contacto con las grandes instituciones que poseyeran obras de Gibran: nos comunicamos con personal del Museo de Arte de Telfair en Savannah, Georgia, quien nos proporcionó información sobre la colección de arte que Mary Haskell había donado; leímos copias de toda la correspondencia y diarios de Gibran que conservaba la Universidad de Carolina del Norte en Chapel Hill; y entrevistamos a decenas de colegas de Gibran, árabes y estadounidenses.
En 1972, la tía Mary murió en una casa de reposo y, al año siguiente, Kahlil fue designado Ejecutor de su herencia y Director del Fondo de becas Gibran Kahlil Gibran.
Ahora Kahlil tenía la facultad para perseguir formalmente las flagrantes violaciones a los derechos de autor que, póstumas, plagaron la obra escrita de Gibran. Para ello, contó con el apoyo profesional de sus amigos de toda la vida, los abogados John Peter Felopulos y Dennis Ditelberg. Restringimos el acceso a los archivos de Chapel Hill y empezamos a rastrear alrededor del mundo las propiedades de Gibran, tanto su arte como sus escritos. La búsqueda y los resultados que ésta arrojaba nos abrieron las puertas a un universo de casas de subastas, comerciantes de arte y bibliófilos.
Los setenta trajeron grandes cambios a nuestras vidas. Kahlil se encontraba inmerso en el manejo del patrimonio de la tía Mary y en la publicación de un libro en el que se documentaría su propia obra escultórica; y yo había retomado mi labor docente. A finales de los sesenta me gradué en la maestría en Educación urbana en la Universidad del Estado de Boston. Concentré casi toda mi investigación en aprender tanto como pudiera sobre el barrio de South End de Boston, una fascinante comunidad del cambio de siglo que, al mismo tiempo, era puerto de entrada. Descubrí que Gibran y Kahlil habían vivido experiencias paralelas en colegios y casas de asistencia. De hecho, incluso en los años setenta, el South End de Boston seguía siendo un refugio para los recién llegados, con una comunidad latina que comenzaba a prosperar.
Fue muy grato recibir mi nombramiento en la escuela primaria Joshua Bates, a tan sólo unas cuadras de nuestra casa. Eran tiempos apasionantes para los maestros: Muerte a una edad temprana, de Jonathan Kozol, causaba revuelo; abundaban las ideas sobre el “aprendizaje por descubrimiento” y los salones en espacios abiertos; y yo procuraba, con entusiasmo, poner en práctica las últimas teorías sobre el aprendizaje infantil.
Entonces Kahlil recibió una propuesta que lo cambiaría todo.
Donald Ackland, un editor de la Sociedad Gráfica de Nueva York, había venido a visitarnos para examinar el archivo. Reconoció lo oportuno y necesario que era contar con una biografía del poeta, que fuera precisa y estuviera escrupulosamente forjada. Nos propuso hacer la prueba, usando un artículo de nuestro vasto acervo de material inédito: Lázaro y su amada, una obra de teatro que no había llegado a publicarse. Así, en 1973 salió a la luz una hermosa edición con breves notas biográficas escritas por nosotros, y bellamente ilustrada con dibujos inéditos de Gibran.
Sin pensarlo mucho, Kahlil hizo una pausa en sus actividades de escultor y yo pedí una licencia en la escuela donde trabajaba. Con apoyo de nuestro leal asistente, Charles Flanigan, y del excelente y joven traductor Nabila Mango, comenzamos a escribir la biografía de Kahlil Gibran. Esta debería revelar con exactitud la manera en la que, “Kahlil Gibran, un niñito asirio”, un “faquir callejero” en potencia (como alguna vez fue descrito por un trabajador social) llegaría a convertirse en el autor de El profeta, cuyo nombre será conocido no sólo en Estados Unidos y el Líbano, sino en el mundo entero.
¿Y cómo había hecho Gibran para salvar la distancia entre ser “terriblemente pobre y vivir en Oliver Place”, y llegar a codearse con los más distinguidos artistas y escritores de vanguardia en la editorial de Fred Holland Day, en Cornhill? Una fuente nos llevaba a otra. Apoyándonos en el material que poseíamos, más otras fuentes primarias de la Sociedad de Historia de Norwood, de la Biblioteca Houghton de Harvard, del Ateneo de Boston y de la Real Sociedad de Fotografía (por mencionar algunas) que no habían sido previamente identificadas, logramos comprender el ingreso de Gibran, de una manera tan notable como precoz, a la sociedad de Brahmanes de Boston. Y mientras nos encontrábamos en este proceso de investigación y escritura, se nos presentaron numerosas oportunidades para adquirir dibujos y pinturas suyas.
La primera obra que compramos fue Madre e hijo, una acuarela dedicada a “la Señora Inglis.” Esta parecía una excentricidad y casi llegábamos a la conclusión de que no podíamos comprar la obra con nuestros precarios ingresos, pero Kahlil estaba más que entusiasmado. La pasión que siempre había sentido por las colecciones se hizo valer. La búsqueda había iniciado.
Cada vez que se iba a adquirir una pintura, Kahlil solicitaba el consejo de su mentor y amigo Morton C. “Bob” Bradley (1912-2004). Graduado de Harvard, Bob era un reconocido restaurador. De hecho, había sucedido a Kahlil en el Departamento de Conservación del Museo Fogg de Harvard, donde Kahlil había trabajado por una breve temporada a mediados de los años cuarenta. Bob era conocido por sus innovadoras teorías del color así como por las esculturas geométricas que ilustraban tales teorías. Él y William Georgenes, distinguido pintor de Boston, restauraron numerosas obras de Gibran. Entonces, por vez primera, empezamos a colgar en los muros de nuestra casa pinturas de Gibran ya restauradas y enmarcadas. Con Edades de la mujer, dedicada a “MEH” (Mary Haskell), colgamos una pintura de Centauros que acabábamos de comprar y el extraordinario Autorretrato que se había exhibido en la Galería Nacional de Retratos, como parte de la exposición bicentenaria en 1976.
Poniéndonos en contacto con vendedores de libros y manteniéndonos al tanto de futuras subastas, pudimos adquirir raras primeras ediciones, algunos retratos de amigos cercanos de Gibran y ephemera. Entre nuestros más espléndidos hallazgos se encontraban dibujos de la poetisa Leonora Speyer y de Henriette Sava-Gopiu, esposa del abogado de Gibran, William Saxe.
En ocasiones el destino nos llevaba a adquirir alguna pieza importante. Mientras escribíamos la biografía, entablamos amistad con Margaret Lee Crofts, esposa del editor Frederick Crofts y vecina de Alfred Knopf, el editor de Gibran. En su testamento, Margaret nos heredó el retrato que Gibran le había hecho. También el promotor de arte Stuart Denenberg, nuestro amigo y agente de toda la vida, localizó material importante, incluyendo un dibujo que pertenecía a Alice Raphael Eckstein y cartas escritas por la pianista Gertrude Barrie –desconocida hasta ese momento, pero quien llegaría a ser una figura central en los primeros años de Gibran en Boston. Gertrude Stern, quien fue muy cercana a Gibran al final de su vida, nos confió unas notas del poeta y cartas de Mikhail Namy, también poeta, amigo y biógrafo de la época inicial de Gibran. Nos quedamos maravillados cuando el Corepíscopo Joseph Lahoud, pastor de la Parroquia Maronita Nuestra Señora de los Cedros del Líbano de Boston, descubrió un cuaderno de dibujo con bocetos de la niñez de Gibran en el Líbano, incluyendo una acuarela de la Bacante de MacMonnie, la estatua de la Biblioteca pública de Boston que había causado controversia en la década de 1890.
Sin embargo, encontrar el lugar idóneo que albergaría permanentemente el archivo era una preocupación constante para Kahlil. Por años, había soñado con un centro cultural en el que se expusiera la obra de Gibran junto con la de otros artistas árabe-americanos. El compartir su visión con coleccionistas y amantes de la obra de Gibran, y colaborar con un integrante de una familia de filántropos, llevó a Kahlil a proponer un plan. Un pasaje clave de su prospecto decía: “Más que presentar a un árabe-americano del pasado, el centro ofrecerá una oportunidad inigualable para que artistas y estudiosos exploren la naturaleza y los matices de la cultura árabe. Exhibiciones, ponencias, presentaciones y publicaciones crearán un lugar de encuentro para celebrar el legado árabe.” Los resultados obtenidos en los estudios de viabilidad y acercamientos iniciales con líderes empresariales de toda la nación prometían mucho. Sin embargo, el proyecto no se llevó a cabo.
Sin dejarse vencer, Kahlil se reorganizó y siguió el consejo más realista de un importante admirador de Gibran y coleccionista de sus esculturas. Así, empezó a fotografiar y a catalogar cada página e imagen del archivo. Stuart y Beverly Denenberg apoyaron el plan y brindaron su ayuda. Beverly, quien fuera curadora en jefe de la Sociedad Histórica de California, y Stuart, estudioso del arte de los siglos XIX y XX y poeta por derecho propio, colaboraron estrechamente con nosotros y editaron un catálogo digital de la Colección Gibran Kahlil Gibran. Cuando los curadores y personal del Museo Soumaya de Carlos Slim, en la Ciudad de México, nos manifestaron un interés genuino en adquirir el archivo, un Kahlil escéptico formuló una serie de interminables preguntas. ¿Acaso se utilizarían los métodos más profesionales para cuidar el material a perpetuidad? ¿Cómo podrían los estudiosos internacionales acceder a los archivos? Cada respuesta afirmativa parecía indicar que su sueño podría, por fin, convertirse en realidad.
En el verano de 2007 preparamos todos los detalles para que los representantes del Museo Soumaya visitaran y conocieran la colección. El inventario estaba listo; advertimos a los oficiales del banco que nuestra estancia en las bóvedas sería prolongada.
El domingo anterior a la visita de los curadores, Kahlil y yo fuimos con los Denenberg al Museo Peabody Essex en Salem para ver una vasta exhibición permanente de la obra de Joseph Cornell. Fue un día radiante, una de esas ocasiones en las que en Nueva Inglaterra el sol, el mar y el cielo resplandecían. Mientras admirábamos la increíble exposición que delineaba exitosamente la vida y obra de Cornell, Kahlil se emocionaba cada vez más. Si tan sólo el Museo Soumaya pudiera rendir un tributo similar a Gibran. Cuando salimos del museo, Beverly compró un ejemplar del periódico The Wall Street Journal. Y ahí, en primera plana, aparecía un artículo sobre Carlos Slim Helú, en el que se describía su amor por el arte. Descubrimos entonces que él tenía tanto la habilidad como la pasión para cuidar y preservar nuestro archivo. Asimismo, su herencia libanesa sugería una estima auténtica por su compatriota, Gibran.
De pronto, Kahlil se relajó. Su sonrisa radiante revelaba la paz que sentía; estaba convencido de que el Museo Soumaya era el lugar correcto para la colección que toda su vida se había dedicado a cuidar y a hacer crecer. Por primera vez en décadas, sintió que otra vez podría concentrarse exclusivamente en su propia obra.
Entregar el archivo al cuidado del Museo Soumaya coincidió con los preparativos de una gran exposición de la obra del propio Kahlil en el Club San Botolph, en Boston. La exhibición estaba planeada para el otoño. Resultaba prácticamente imposible exponer los alcances de la magnífica producción de Kahlil. No obstante, los curadores de la retrospectiva, titulada Como un Hombre/Kahlil Gibran, presentaron una selección de cuarenta y cinco ejemplos, incluyendo pinturas, instrumentos musicales, esculturas, dibujos, inventos y libros, que abarcaba un periodo de sesenta años de su vida creativa:, de 1947 a 2007. Con un catálogo deslumbrante, muchos, muchos brindis y un talentoso violinista tocando los instrumentos que Kahlil había hecho a mano, Kahlil disfrutó cada instante de la inauguración que se llevó a cabo el 21 de septiembre. Fue esta una ocasión memorable en que se rindió tributo a un artista de múltiples talentos.
Pero la vida puede ser cruel. El 13 de abril de 2008, seis meses después de haber supervisado el embarque del archivo para la Ciudad de México, Kahlil murió ─casi exactamente 78 años después de que su tío muriera, el 10 de abril de 1931. Siendo fiel a su cita favorita de Gibran “El trabajo es amor hecho visible”, Kahlil había triunfado no sólo al construir una carrera maravillosa, sino también al cumplir con la misión de asegurar el legado de Gibran. Un museo de gran relevancia a nivel internacional atesoraría para siempre la obra de su tío. Su sueño se había vuelto realidad.