Patria quimérica

Líbano, país de origen de Gibran Kahlil Gibran, está situado al extremo oriente del Mar Mediterráneo. Su nombre árabe es Djibel Lubnan, que viene del arameo y quiere decir “La Montaña Blanca”. Su nombre oficial es “Al Yumhuriya Al-Lubnaniya”; es decir, La República Libanesa. Coloquialmente se le llama “Lubnán” o “Lebnán”, que se traduce a la palabra “Líbano”, que significa “blanco”. Es el país de los cedros, donde en invierno se puede esquiar en la nieve montañosa, o bien nadar en sus playas. Su capital es Beirut.

Al norte y al este limita con la República Árabe de Siria y al sur con Israel. Desde el siglo XVII su lengua oficial es el árabe, aunque actualmente el ochenta por ciento de la población domina además el francés y un alto porcentaje también el inglés. Hoy día su sistema político es el de una república demócrata, presidencialista y unicameral. El pueblo elige a sus diputados, éstos al Presidente y éste a su vez nombra al Primer Ministro. Según la Constitución, el Jefe de Estado debe ser maronita, el presidente de la Cámara legislativa tiene que ser chiíta y el Primer Ministro, sunita; el Parlamento está compuesto por 128 bancas divididas igualmente entre musulmanes y cristianos.

Aún cuando su superficie es pequeña (apenas 10,452 kilómetros cuadrados, un poco menor que la del Estado de Querétaro), la tierra de Gibran Kahlil Gibran es cuna de un pueblo con seis mil años de historia; es un museo viviente de culturas con vestigios de civilizaciones antiguas, como la fenicia. Es un pueblo que en la actualidad apenas rebasa los cuatro millones de habitantes, mientras que fuera del país habitan más de diez millones de descendientes de libaneses. A principios del siglo XX, la población total del país no llegaba al medio millón, cuando la de México ya superaba los 13 millones.

Líbano está poblado por gente religiosa, perteneciente a alguna de las confesiones nacidas ahí o a alguna de sus diversas ramificaciones, que difieren por liturgia y rito. Estos credos, como el judaísmo, el cristianismo y el islamismo, tienen en común ser religiones monoteístas y algunos de sus ritos datan de tiempos bíblicos que hablan sobre su riqueza histórica y cultural. Líbano es un país multiconfesional, donde hasta hace unas pocas décadas por lo menos la mitad de la población pertenecía al culto cristiano, principalmente al maronita; hoy día la proporción confesional ha cambiado debido en buena medida a la emigración cristiana, y la mayoría está formada por musulmanes. Los minaretes de las mezquitas y los campanarios de las iglesias cristianas pueden admirarse en una misma ciudad.

Libaneses

Los libaneses son descendientes de culturas milenarias establecidas en el país de Canaán siglos antes de la era cristiana como la hitita y la fenicia, entre otras que florecieron en el Levante, lugar siempre apreciado como “la puerta de entrada al Oriente”. Debido a su posición geográfica aquellos pueblos miraron con curiosidad la llegada de gentes de culturas ajenas a las suyas que tenían que cruzar su tierra, paso forzoso entre Oriente y Occidente. Desde los tiempos en que los fenicios cortaban los cedros para construir sus embarcaciones y hacer las columnas de templos como el del rey Salomón, gente independiente y de distintas religiones, que viajaba en mulas, caballos o camellos, también buscó refugio en las montañas libanesas. Muchos pueblos ocuparon Líbano a través de los siglos, desde los babilonios, los asirios, los persas, los griegos, los romanos, los bizantinos, los árabes, los cruzados, los turcos, los franceses y recientemente los sirios. Se forjó así un crisol de culturas que es hoy la nación libanesa.

Un poco de historia: de los fenicios a los otomanos

La historia de la región se remonta a varios milenios atrás; por ejemplo, se han encontrado en una cueva los restos humanos de un hombre que datan de hace cuarenta y cuatro mil años. Las ruinas arqueológicas indican que la costa libanesa del Mar Mediterráneo estuvo habitada desde el paleolítico. Miles de años antes de Cristo, los fenicios habían desarrollado la navegación y una industria maderera importante, así como el vidrio transparente y la cerámica. Como mercaderes navegantes fueron intermediarios entre Oriente y Occidente, crearon el alfabeto e inventaron el sistema fonético de escritura en lugar de los signos que se usaban para definir las cosas o los conceptos; fueron dueños del monopolio del textil teñido con el rojo púrpura del murex. La industria de la armería en cobre, bronce y más tarde en hierro, y la manufactura de oro y plata, el labrado del marfil y de las pieles, divulgaron su fama.
Hacia 2500 a.C., casi un milenio antes de que en México floreciera la cultura olmeca, la costa mediterránea fue colonizada por los fenicios. Sus ciudades-estado comerciaban con el antiguo Egipto y se convirtieron en florecientes centros culturales. El Estado de Tiro, que incluía el Líbano de hoy, se convirtió en la región principal de la Fenicia independiente. La exploración permitió el establecimiento de colonias a lo largo de todo el Mediterráneo, desde Útica y Cartago en el norte de África, hasta Córcega y el sur de la Península Ibérica (como Gades, la actual Cádiz), así como la difusión del alfabeto semítico, que los fenicios habían simplificado hasta hacerlo de veintiséis letras, por lo que fue posteriormente adoptado por los griegos. Los fenicios circunnavegaron África e incluso se cree que algunos llegaron a las Islas Británicas. Cuando Alejandro Magno conquistó la región trescientos años antes de Cristo, el comercio fenicio quedó disminuido por el auge marítimo de Alejandría. Además, la lengua aramea empezó a reemplazar al fenicio y así integró al territorio con sus vecinos. Poco a poco la identidad fenicia fue arrollada por la influencia helenística; un siglo y medio después serán los romanos quienes administrarán la zona que cientos de años más tarde fue invadida por los persas, liberada por los bizantinos y después conquistada por los árabes. Luego, durante más de cien años, dominada por gobernantes cristianos traídos por los cruzados hasta ser reconquistada por los egipcios, que la pierden ante la invasión turca. Lentamente el arameo (o siríaco) es sustituido por el idioma árabe, que los turcos aceptaron y que es la lengua que hablaban los emigrantes libaneses cuando llegaron a América.

La dominación turca

Dado que hace cien años la mayoría de la población libanesa era cristiana, no fue raro que bajo el Imperio Otomano (1516-1919) de religión islámica, los cristianos fueran perseguidos y algunos de sus derechos les fueran negados. En Memoria de Líbano, el historiador Carlos Martínez Assad relata:
Durante más de cuatro siglos Líbano vivió bajo el dominio del Imperio Otomano, llamado de la Sublime Puerta o Gran Puerta, en su traducción literal del árabe, metáfora equívoca que indicaba la entrada pero nunca la salida. Este largo periodo explica las dificultades de Líbano para estructurarse como nación y crear un estado moderno […]. La tiranía y el desgobierno fueron una constante para la vida de los libaneses.

Los otomanos organizaron su imperio no según el principio territorial, sino por el poblacional. De esta manera, el imperio fue repartido entre musulmanes, cristianos tanto maronitas como ortodoxos, judíos y otros. Dice Martínez Assad:

Ya en el siglo XIX, los países de la Europa occidental comenzaron a hablar del Imperio Otomano como el “Hombre enfermo”. Para 1842 el Líbano geográfico se había dividido en dos territorios para deslindar las dos confesiones religiosas en conflicto: los cristianos permanecerían en el norte y los drusos en el sur, ignorando que había comunidades mixtas en ambas partes […] Cada uno tendría a su cargo la administración de justicia y la recaudación de impuestos. Pero esta aparente autonomía tenía la limitación de que las dos autoridades más importantes serían nombradas por los turcos. La división no mejoró las condiciones de los campesinos agobiados por los impuestos, y las revueltas continuaron.

Los levantamientos de los cristianos nacionalistas fueron aplastados a mediados del siglo XIX por el gobierno otomano, que concentró a esta población en Monte Líbano, zona de tierras de difícil cultivo, y reservó los puertos y las zonas fértiles para los musulmanes, además de que implantó la incorporación de los jóvenes libaneses a su ejército. En 1858 las tensiones políticas, religiosas, sociales y económicas entre drusos, cristianos y musulmanes, más las hostilidades e invasiones de parte de los turcos y los movimientos armados de la milicia cristiana, llevaron a una guerra civil que se prolongó por un par de años, al cabo de los cuales se estableció para el Líbano una nueva administración que perduró hasta la Primera Guerra Mundial. Por otro lado, los intereses coloniales de las potencias extranjeras estaban puestos también en esos territorios.
Los gobiernos europeos habían tolerado la represión otomana y la incorporación forzosa de jóvenes cristianos a la milicia turca, sin lograr abolir este mandato o reemplazarlo por un impuesto obligatorio, pero al ver masacrados a los cristianos se vieron obligados a actuar como policía del Cercano Oriente.
Así describe los sucesos el diplomático (especializado en Medio Oriente) León Rodríguez Zahar en su libro Líbano, espejo del Medio Oriente:

En agosto de 1860 llegó a Beirut una flota de treinta barcos europeos, incluidos tres otomanos. Los británicos tenían la esperanza de persuadir a los franceses de que su intervención era innecesaria. No obstante, Napoleón III (el mismo que envió a México al ejército francés) no estaba dispuesto a ceder. En su discurso dirigido a los soldados franceses el Emperador dijo: “Ustedes que parten a la Siria sepan que el propósito de Francia es uno solo: hacer que los principios de justicia y humanidad triunfen. No van con el propósito de hacer la guerra sino de ayudar al Sultán a hacer obedecer a sus súbditos (musulmanes y drusos) cegados por el fanatismo. Serán ustedes dignos descendientes de los cruzados que llevaron la bandera de Cristo a esa tierra.”

Cuando las fuerzas europeas intervinieron, Francia ocupó el norte del país acordando con los otomanos la “autonomía” de la zona siempre y cuando Turquía mantuviera el derecho de vigilancia. Mientras en México Benito Juárez había restablecido los poderes de la república y se daba por terminada la Guerra de Reforma, en el Líbano se llevó a cabo la reforma administrativa más importante de su historia, luego de veinte años de luchas entre drusos y maronitas, sumadas a las presiones de las potencias europeas. Así, el 1 de junio de 1861 Gran Bretaña, Francia, Rusia, Prusia y Austria (Italia se uniría más tarde) firmaron el protocolo respecto del “reglamento orgánico” propuesto por los franceses, que vigilaría a Estambul sobre la nueva administración del Líbano.

El reglamento estipulaba que el gobernante del país, aconsejado por notables locales, fuera directamente responsable ante Estambul. El acuerdo al que llegaron transformaría al Monte Líbano, por vez primera y de manera formal, en una provincia otomana con un régimen específico y autónomo –llamado el Mutasarrifato, que significa “entidad autónoma” o Gobierno Supervisor del Monte Líbano–, bajo protección internacional, principalmente de Francia. El Líbano, de esta manera, era protectorado europeo pero con soberanía otomana. El Consejo Administrativo, donde estaban representadas las diferentes comunidades religiosas, gobernaba el territorio, lo que sentó la base del régimen que caracterizaría al Líbano a lo largo de muchos años. A pesar del establecimiento del Mutasarrifato, la situación se mantuvo relativamente precaria para los cristianos maronitas, que quedaron confinados a un territorio reducido, mientras los turcos otomanos, los drusos y los musulmanes siguieron ocupando las mejores tierras tanto en la costa y el Valle de la Bekaa, como en el sur del país.

Hasta entonces, el territorio libanés había sido siempre parte de imperios continentales en expansión. Aunque muy raras veces habían formado una entidad política independiente, los maronitas habían logrado que la Montaña fuera un país con historia y carácter propios.
A principios del siglo pasado, cuando en México se vivía lo que conocemos como la Decena Trágica, se habían unido por primera vez en el Líbano cristianos tanto maronitas como ortodoxos, más musulmanes, judíos y drusos en contra del Imperio otomano, y el Congreso árabe reunido en París en 1913 había decretado respetar la autonomía libanesa con personalidad nacional. A pesar de esto, al comienzo de la Primera Guerra Mundial, los turcos, con la ayuda de sus aliados alemanes, invadieron militarmente el país y terminaron con la autonomía del Mutasarrifato. Al terminar la guerra y ser derrotado el ejército turco, el Líbano quedó ocupado en el litoral por los franceses y en el interior por los ingleses; la región montañosa estaba en poder de los cristianos nacionalistas. Al cabo de dos años de ocupación militar europea, Francia e Inglaterra firmaron los tratados de Sèvres, mediante los cuales los turcos renunciaban para siempre a sus derechos sobre Siria y el Líbano, que se convirtieron así en mandatos franceses. Líbano no lograría su independencia sino hasta el 22 de noviembre de 1943.

En octubre de 1918, el editorial del semanario francés “La Guerra Europea”, que entonces se publicaba en México, habla del derrumbe del odioso yugo mahometano. Al celebrarse la llegada de las tropas aliadas a Beirut, un número posterior reproduce el discurso pronunciado en Veracruz por Domingo Kuri, empresario libanés que emigró a este puerto en 1903 y ayudó a establecerse en el país a cientos de sus connacionales que, como él, dejaban su tierra en busca de la libertad. En sus palabras:

Durante cinco siglos, el turco opresor imperó en la región sirio libanesa. Cinco siglos de sufrimientos, de humillaciones, de cruel amargura para nuestros antecesores, los habitantes de ese rincón de la tierra, cuya historia se remonta hasta los albores de la civilización. Las lágrimas vertidas a causa de la horda otomana y la sangre derramada por los salvajes que la integran, dejaron para siempre estampada una mancha de infamia en los anales del imperio que fundaron.

El periodista José Manuel Gutiérrez Zamora escribe también sobre los turcos en el mismo semanario y los llama aves de rapiña que rivalizaron con los antiguos bárbaros ... y los compara con sus aliados alemanes sanguinarios emperadores teutónicos secundados por los semisalvajes turcos que sembraron el terror en los mártires países que invadieron.

Emigración y exilio de los libaneses

Hace más de cien años que miles de libaneses emigraron a América. Escapaban de la represión de los turcos otomanos que habían conquistado Siria y Líbano en 1516 y que fueron finalmente derrotados por los aliados europeos en 1918 al concluir la Primera Guerra Mundial, cuando Líbano pasó a ser un protectorado francés hasta su independencia.

Durante los cuatro siglos que duró el Imperio Otomano coexistían en Líbano dos importantes corrientes: la cristiana occidental desde el siglo IV y la árabe musulmana desde el siglo VII; los cristianos que emigraron escapaban del yugo turco que favorecía a la comunidad musulmana, a pesar de que ésta, a diferencia de hoy día, era entonces minoritaria. La población cristiana sufrió sucesivas hambrunas que provocaron la emigración. Su salida se vio facilitada gracias a que desde 1840 el puerto de Beirut quedó conectado a las rutas navieras por medio de barcos de vapor europeos. Otro factor fue el alto nivel educativo de la población cristiana, promovido por la labor constante de la Iglesia maronita y de los misioneros católicos y protestantes de Francia, Gran Bretaña y Estados Unidos. Se formó así una clase de profesionistas que fue bien acogida en países europeos y en América donde se quedaron a residir y atrajeron a sus familias. En la emigración masiva maronita hacia América, motivada por la saturación demográfica y los conflictos comunitarios, los emigrantes llevaron consigo sus valores morales y su solidaridad comunitaria al lugar donde se asentaron.

Aculturación

La inmigración es la migración considerada desde el punto de vista del lugar de destino de los individuos desplazados. El proceso de adaptación de los inmigrantes libaneses a las culturas del continente americano fue difícil, si bien, decidido y entusiasta. Zarpar del Mediterráneo, atravesar el Atlántico, en circunstancias en que el viaje por mar se prolongaba un par de meses, y en que la mayoría de los pasajeros no contaban con recursos económicos para hacerlo en primera clase; las enfermedades, el hambre, y las innumerables incomodidades que debieron sufrir por perseguir lo que, después de todo, no era otra cosa que una ilusión, son factores que hay que tomar en cuenta para valorar con justicia el esfuerzo que implicó para los libaneses llegar a América e integrarse a la nueva cultura. Por más que entre aquellos primeros inmigrantes no faltaran algunos profesionistas, la mayoría eran adolescentes, de origen campesino, o en todo caso, no contaban con experiencia laboral. Puede comprenderse que al desembarcar en su destino se encontraran no sólo abatidos sino profundamente confundidos.

Sin duda, la nueva comida y las nuevas costumbres que, por fuerza, los inmigrantes debieron enfrentar de inmediato, fueron un desafío menor al que les presentó el de la comunicación. Las dificultades idiomáticas empezaban con un alfabeto radicalmente diferente del suyo. Y, ¿cómo adaptarse a la vida social y económica de la nueva nación sin el instrumento esencial del idioma? Casi ninguno de los inmigrantes entendía ni hablaba inglés, pero lo aprendieron. Eso sí, conservando siempre su peculiar acento, mismo que de forma natural fue objeto de burla inocente. Habla en su favor que el libanés pusiera más énfasis y empeño en que sus hijos hablaran bien el inglés, que en que aprendieran y no olvidaran el árabe. Por lo que hace a las diferencias religiosas, fue un alivio para los maronitas y otros cristianos poderse acercar a la iglesia católica, con la que coincidían básicamente.

Tanius Bechelani fue el primer inmigrante libanés que llegó a Estados Unidos hacia 1854. Antes de partir fue maestro de escuela; en América le esperaba una brillante carrera docente. Fue sepultado en el Cementerio Brooklyn en Nueva York. Quienes lo siguieron, esos primeros inmigrantes, como Kamileh Rahme y sus hijos, Boutros, Gibran, Marianna y Sultana, que desembarcaron en 1895, deben ser considerados intrépidos, por más que la nostalgia por su tierra y la familia que dejaron atrás, y que probablemente no volverían a ver, hubiera ido ganando terreno a su espíritu emprendedor.

La religión maronita

Líbano es y ha sido durante siglos un país multiconfesional donde el Parlamento reconoce 16 credos diferentes; la Iglesia maronita, a la cual por ley pertenecen quienes llegan a ser presidentes libaneses, es una de las 72 iglesias católicas autónomas. Su origen procede del siglo IV, cuando un grupo monástico, formado en la escuela ascética de san Marón, defendió el dogma católico de las Dos Naturalezas de Cristo. En el siglo VII, debido a las persecuciones musulmanas, los maronitas se refugiaron en las montañas de Líbano. Su mística profesa la fe de san Pedro y reconoce la autoridad suprema del Papa, aunque tiene su propia liturgia que se celebra en arameo, el idioma que hablaba Jesucristo.

A lo largo de la historia del Líbano cristiano, la Iglesia maronita representó un papel de liderazgo político, como guardiana de la identidad, de la seguridad y de la supervivencia de la comunidad. La Iglesia maronita negoció hábilmente su alianza con los cruzados en el siglo XIII, y con los sultanes mamelucos de quienes obtuvo una condición de autonomía relativa para la montaña. Los emires drusos también dependieron de su alianza con la Iglesia maronita para garantizar la prosperidad económica de la Montaña y para hacer frente al poderío otomano, y garantizar el apoyo de las potencias europeas, especialmente el Ducado de Toscana y el reino de Francia. Tras las guerras confesionales druso-maronitas de 1840 y 1860, la iglesia desempeñó un papel fundamental para garantizar la intervención europea, que estableció un régimen autónomo “católico” para la Montaña, el llamado Mutasarrifato o “el pequeño Líbano”, el antecedente directo del Líbano moderno. Finalmente, la Iglesia maronita terminó guiando las negociaciones con Francia y con la Liga de Naciones para obtener la creación del Gran Líbano en 1920.

La diócesis maronita de México es una de las siete erigidas por la Santa Sede, después del Concilio Vaticano II. Se estableció en 1910 en el Centro Histórico, siendo su primer templo la Iglesia de la Candelaria, en la calle de Manzanares en La Merced, hasta que en los años veinte se le concedió la Iglesia de Balvanera, en Correo Mayor y Uruguay, edificio construido en 1573 que originalmente fue una casa de recogimiento para mujeres y más tarde se convirtió en el Convento de Nuestra Señora de Balvanera. En 1922, a instancias del Padre Boulos Landy, y con el financiamiento de la comunidad libanesa, la iglesia del Convento, que al paso de los años había sufrido gran deterioro, fue reconstruida y donada por el entonces presidente de México, el general Álvaro Obregón, a dicha comunidad. Esta iglesia pasa a convertirse en parroquia maronita. Su patriarca, el Cardenal Nasrallah Pedro Sfeir, visitó México en 1997. San Charbel es el santo maronita libanés que se ha hecho muy popular en México, nació en Bekaa Kafra, Líbano, el 8 de mayo de 1828. Esta población se ubica en el norte del país, a solamente cinco kilómetros de Becharre, la cuna de Gibran Kahlil Gibran.

Lengua árabe

La lengua árabe tiene dos expresiones inseparables: la coloquial y la culta que se emplea en los libros sagrados, en documentos de importancia y en literatura. La lengua coloquial es la que se habla y, aunque es la misma que la literaria, al hablarla o escribirla no se está sujeto a muchas de las reglas gramaticales. La escritura árabe, por el contrario de las lenguas indoeuropeas, comienza por escribirse y leerse de derecha a izquierda. Los libros en árabe inician su primera página donde los libros en español terminan. El abugayed es el alfabeto árabe, derivado del alfabeto fenicio, y se compone de veintiocho consonantes.

Vestimenta en Líbano

Los libaneses que llegaron a América a finales del siglo XIX vestían indumentaria de corte europeo. Como en otras culturas, para los pueblos semitas la vestimenta representó un elemento de identidad que permitía distinguir el lugar de origen, la religión, el estrato social e incluso el oficio de quien la portara. En tiempos de Mahoma el vestido para ambos sexos era sencillo, cómodo y amplio en lugar de ajustado, además de práctico; incluso, muchas prendas eran de uso común para mujeres y hombres. La tradición de cubrirse la cabeza era escrupulosamente respetada por todos; la diferencia radicaba en la forma del drapeado y en el uso de accesorios. La seda y algunos textiles de lujo llegaron a estar prohibidos. Fue bajo la dominación omeya que aparecieron los bordados, con hilos de oro y plata, para uso de la realeza y de las cortes, convirtiéndose en un símbolo de estatus social que se transmitía de generación en generación. Fue en esa época que se exigió oficialmente a los no musulmanes el uso de elementos distintivos, como por ejemplo ciertas fajas o cinturones. Bajo el dominio de los abasidas apareció una burguesía, sensible a la moda, y las clases cultas y adineradas se ocuparon más de su apariencia externa.

Durante el Imperio Otomano surgieron decretos que reglamentaron el uso de ropa diferente para cada categoría social y aunque no desaparecieron totalmente las particularidades de los estilos regionales de los diferentes distritos jurídicos, el uso de ellos decayó desde las primeras décadas del siglo XIX. En 1830 los mercados de la región ya ofrecían mercancía importada de países industriales europeos, a precios competitivos. Desde 1828 la reorganización administrativa otomana había impuesto cambios en las costumbres indumentarias; el traje europeo debió ser adoptado por los burócratas y administradores, y muy pronto por los súbditos cristianos y judíos que se adaptaron fácilmente a esta evolución. Así empezó el rompimiento con la tradición. La aristocracia y la burocracia musulmanas, en contacto frecuente con Occidente, se adhirieron rápidamente a este movimiento. Por otro lado, el comercio con el Lejano Oriente inundaba el mercado con sus textiles, condenando a la desaparición a los tejidos tradicionales al relegarlos al rango de producción artesanal. Sin embargo, algunos elementos del atuendo habitual, como el uso del tarbouche masculino, resistieron largo tiempo al cambio. Así, en los países que nacían al desmembrarse el Imperio Turco, la vestimenta pasó a ser un factor del folclor regional. Algunos trajes aldeanos se salvaron de este destino y pueden todavía apreciarse en las poblaciones de las montañas y en la gente de los mercados en las ciudades.