El hombre inadvertido

El hombre inadvertido

(o El jorobado)

Obra en un acto

Por Gibran Kahlil Gibran
Edición y traducción de Yamil Narchi Sadek



Personajes:

El Primer Ministro (o El jorobado)


Beatriz, su asistente


Paul, un asistente inferior


Un mayordomo


Una comitiva compuesta por tres representantes de los campesinos


El príncipe Hildain, representante de los capitalistas


Una monja y su compañera


El hombre inadvertido


Dos guardias



El lugar es un reino más allá del horizonte.



Ocurre en un tiempo más allá del presente.

La escena: Una habitación en el Departamento de Estado, en el palacio. Hay una puerta grande al fondo centro, con dos ventanas, una a cada lado, fondo izquierda y fondo derecha de la puerta. Hay una puerta arriba a la derecha, y otra arriba a la izquierda. Las mesas, sillas y demás son de una magnificencia principesca.

Al levantarse el telón, Beatriz se encuentra sentada en la gran mesa al centro izquierda. Espera la llegada del Primer Ministro con libreta y lápiz en mano. Del otro lado, al centro derecha, está sentado Paul. A los lados de la enorme puerta del centro están dos guardias en uniforme y posición de firmes.

En el momento en que se levanta el telón, el Primer Ministro entra por la puerta de arriba al centro. Es horrible, deforme, un jorobado de extremidades marchitas, demasiado pequeño y con rasgos blancos y distorsionados. Camina como arrastrándose pulgada a pulgada. Sus brazos colgantes casi tocan el suelo. Los dos guardias han dejado sus posiciones a los lados de la puerta; lo depositan sobre la silla que está detrás de la gran mesa, al centro. Las manos del primer ministro se extienden sobre la mesa frente a él y tiemblan como ramas secas en el viento. Si no fuera por su profunda y poderosa voz, que parece salir de algún gigante y no de este cuerpo deforme, uno lo creería la momia de algo mitad humano, mitad animal, movido por algún imperfecto artefacto mecánico.

Pero hay luz indescifrable en sus ojos. Está vestido de traje negro convencional, con cuello blanco, etc.

Beatriz y Paul se habían puesto de pie a su entrada y así permanecen.

Beatriz es una mujer delgada de treinta y tres años, con la piel blanca como el marfil y el cabello como pintado por Tiziano. Tiene los ojos de una visionaria, a pesar de que el modelado del resto de su cara expresa una mente altamente desarrollada y un gran sentido del orden. Su boca es delicada en extremo, sin embargo es la boca de alguien que ha conocido el dolor profundo y lo ha enfrentado con valor. Está vestida de blanco marfil.

Paul es un hombre de cuarenta, evidentemente preocupado por todo lo que concierne al vestir, los modales, y el arreglo personal.

1[P. M.:

Buenas tardes.

Beatriz y Paul:

Buenas tardes.

Beatriz:

¿Cómo se encuentra, Primer Ministro?

P. M.:

Bien. Cansado. Ha sido un día difícil. Quisiera, Beatriz, si es posible, que me dijeras si tenemos correo por responder.

Beatriz:

Sí, señor. La primera carta es aquella de su amigo, que le habla del arte…

P. M.:

Me gustaría que contestáramos. Su concepción de la belleza me cautiva. Te dicto.]

Querido señor mío,

Le agradezco por lo que para mí ha sido una carta revitalizante en lo que concierne al arte en general y al sentido que usted posee de la belleza en lo particular. Permítame decir esto, aunque no soy ni poeta ni artista, que la belleza duerme ciertamente en completa tranquilidad en el corazón de todas las cosas, en el corazón de la vida misma.

Usted y yo no podemos penetrar la superficie de esta vida. Y si lo hiciéramos, por algún milagro, dudo que encontráramos algo que nuestro asombro y nuestra sorpresa no consideraran belleza. Y no olvidemos, amigo mío, que la

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1 Aquí se ha perdido una página del borrador de Gibran. El traductor ha creado el puente entre corchetes.

belleza es carácter; es un diseño delineado por el dedo sagrado de Dios; una hoja otoñal que sostienes en tu mano; una roca cuyo contorno la recorta del cielo y captura tus ojos; un niño inadvertido que baila solo; un viejo cuyo largo día de trabajo ha terminado y observa ahora el fuego de la chimenea.

Y sé que usted me entiende cuando digo que es voluntad de la belleza dormir en el estatismo de nuestras almas hasta ser despierta por nuestro amar.

Mucho más le diría yo aquí, pero es mejor esperar hasta que nos volvamos a ver, porque temo que si hace que siga me convertiré en poeta y dejaré de ser un servidor de Su Majestad, Nuestro Rey.

Le ruego que dé mis recuerdos a su encantadora esposa y también que le comunique que me deleitaría sobremanera ver su jardín; solamente me lo impide la mala disposición de este cuerpo.

Crea, Señor,

Que quedo fielmente Suyo,

(Pausa)

P. M.:

(A Beatriz) Tengo fe en ese hombre. Concibe el arte liberándose de todos sus ayeres. Es más bien difícil, Beatriz, escribirle sin volver a ser joven, o sin convertirse tal vez un poco en poeta.

(Pausa)

Permíteme ver la siguiente carta. Oh sí, sí. Es de nuestro amigo2… un buen hombre que no sabe qué hacer con su bondad. Es como un hombre rico que

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2N. del T. Gibran parece haber dejado espacio para incluir un nombre o un epíteto.

buscara a quienes tomaran de sus bienes sin encontrar a nadie. (Pausa) Ahora, contestemos esta carta.

(Dicta)

Estimado Señor,

He mantenido su carta muy presente. Me revela mucho. Pero usted tendrá la generosidad de permitirme decir lo siguiente: el poder del Estado debe residir en el estatus de su miembro menos desarrollado. Ningún gobierno puede erigirse más allá de la voluntad y las inclinaciones que son inherentes a los gobernados.

La ley que quiere usted aprobar no es una ley, sino una inhibición que, si entra en vigor, se tornará en ausencia de ley y eventualmente en rebelión. Mi corazón siempre está con aquellos que, en su blanca inocencia… (A Beatriz) — ¿dijo usted blanca, Beatriz?—mi corazón siempre está con aquellos que, en su blanca inocencia, infringen leyes creadas por los que no son inocentes.

Envío mi cariño a usted y a su querida madre, quien ha tenido la delicadeza de enviarme frascos de confitería, para mí preciados pues sé que la hizo con sus propias y tiernas manos. Desde luego que le escribiré también a ella antes de que el día termine.

Créame, Señor,

Que quedo fielmente Suyo,

(Pausa. El Primer Ministro cabecea pesadamente)

Creo que estoy un poco fatigado ya.

(Pausa)

Pero, ¿hay más, Beatriz?

Beatriz:

(Exhibiendo en su apariencia y en su voz compasión por él) Está esto aquí, señor, del Obispo. ¿Debo volvérselo a leer?

P. M.:

No, recuerdo bien lo que dijo el querido viejo. Sin embargo…

Él extiende su mano y ella le da la carta. Mientras la toma y la revisa, una persona gigante, un hombre radiante que parece superior a la raza de los hombres, camina de la puerta arriba izquierda, con paso mesurado y rítmico, con gracia y belleza majestuosa, atravesando la habitación. Beatriz lo ve, pero nadie más. Ella se levanta, dejando que su libreta y su lápiz caigan al piso. Estira el brazo hacia este ser maravilloso, con asombro en los ojos, y habla con la voz de alguien que tiene una visión, una voz que expresa deseo del corazón, anhelo e incluso adoración. La voz de alguien que ha sido repentinamente liberado.

Beatriz:

O-o-oh… (Siguiéndolo con la mirada) ¡O-o-oh!
(El Hombre inadvertido sigue de largo y desaparece en la puerta de arriba derecha)

P. M.:

(Bajando la carta y mirando con sorpresa a Beatriz) ¿Qué pasa, Beatriz?

Beatriz:

(Sentándose y recobrando un poco la compostura) Nada. No es – – nada.
(Pasa su mano sobre su cara en ademán aturdido)

La carta, señor; me iba a decir…

P. M.:

(Mirándola con atención, luego) ¿Está cansada? El día ha sido largo. La noche ya casi llega. Un ratito más y podremos descansar. (Con gran solicitud en su voz) ¿Está cansada, Beatriz?

Beatriz:

¡Oh, no! Nunca me canso de trabajar con usted.

P. M.:

(Volviéndose hacia ella, fatigado) Gracias, querida. Y ahora, la carta para el Obispo.

(Dicta)

Su Eminencia:

Siento mucho que no me vaya a ser posible acompañarlos a usted y a su congregación este próximo Miércoles de Ceniza; seguramente usted no querrá imponer a sus amigos la presencia de uno a quien ellos consideran un hombre, un sirviente del Estado, pero que no es sino una carroza sin caballo.

Siento que no me ha escrito usted a mí, sino a otro hombre, uno que me visita de vez en cuando, uno para el cual soy solamente una mano, una marchita mano. Sin embargo, ciertamente su carta está escrita a mi nombre.

Por favor, discúlpeme por no aceptar su amable invitación. Le ruego que me permita asistir solamente en espíritu el próximo miércoles para participar de la ceremonia con todos ustedes.

Quedo, Su Eminencia,

Muy devotamente Suyo,

P. M.:

(A Beatriz) Estoy agotado, amiga querida. Soy la cuerda vencida de un arpa antigua, pero cuando termine el día, dormiremos un poco y nos alcanzará la aurora de un segundo día. Y habremos sido devueltos a la música nueva; quién sabe, tal vez a música que nadie ha escuchado antes. Pero estoy cansado. Siento que mi corazón es un lago estancado sobre el que no corre viento que pueda agitar la superficie, dentro del que no hay latido profundo.

Beatriz:

¿No preferiría descansar ahora y dejar otros asuntos para mañana?

P. M.:

¿Mañana? Mañana… Qué es el mañana sino el hoy que intenta escapar del dolor hacia la esperanza.3

Entra un mayordomo por la puerta del centro, baja por la derecha y hace una caravana al Primer Ministro.

Mayordomo: Una comitiva del País del Norte lo espera, señor.

P. M.: Ah, claro, los honrados campesinos. Hágalos entrar.

El mayordomo hace una reverencia y sale. Pronto regresa guiando a tres hombres, uno delante de los otros dos. Todos hacen una reverencia y el mayordomo se va.

Paul ahora hace notas detalladas de todo lo que ocurre. Beatriz observa y escucha.

P. M.:

¿Qué puedo hacer por ustedes, amigos míos?

El hombre corpulento que entró primero es el vocero.

Vocero:

Su Excelencia, representamos a los campesinos del Norte.

P. M.:

Sí, lo sé. ¿Cuál es su aflicción?

Vocero:

Hasta el año pasado, nuestra tierra pagaba impuestos justos. Pero este año, señor, nos han elevado los impuestos por acre en exceso, tanto sobre las tierras productivas como sobre las que no lo son. Nuestra gente siente que las nuevas cuotas son injustas y, a través nuestro, apelan a usted.

P. M.:

Eso no es justo. El gobierno no puede elevar los impuestos más allá de los poderes de producción de quienes los pagan.

(Piensa por un momento)

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3 N. del T. La ausencia de signos de interrogación es fiel al original.

Tengo una idea. Ve con tu gente y diles esto: El gobierno nos fuerza a pagar por cada pie cuadrado de tierra que poseemos. Hagamos que cada pie cuadrado produzca tanto que el gobierno se sienta estafado. Di esto a tu gente y, si me permites hacer una sugerencia, dilo de esta manera: Nosotros y el gobierno estamos compitiendo en una carrera. El gobierno tiene autoridad y nosotros tenemos la energía. Corramos ahora hacia la meta y veamos quién gana, el trabajo que cantando se encuentra con la alborada, o el gobierno que debe gobernar; el trabajo que sólo descansa cuando el sol busca el sueño, o el gobierno inquieto de los palacios, (Elevando las marchitas manos en el gesto) palacios como éste, amigos míos.

Vayan con su gente e incítenlos a iniciar esa carrera. Si estoy aquí mañana, veré quién recibe la corona de laurel.

Los tres hombres están profundamente conmovidos. Hacen una caravana y salen.

Hay un silencio.

En este momento, el Hombre inadvertido entra por la puerta de arriba, derecha, y camina majestuosamente por la habitación. De nuevo, Beatriz es la única que lo ve, se pone de pie, muy agitada, estirándose, y habla con una voz que sale de lo profundo.

Beatriz:

Oh-o-oh- – – o-o-oh. ¡Hombre superior a todos, voltea hacia mí un momento! Quédate, quédate, y déjame ver tu rostro. (El Hombre sigue caminando por la habitación hasta la puerta arriba, izquierda, y desaparece. Beatriz deja caer los brazos y exclama) Oh, se fue – de nuevo.

El Primer Ministro y Paul la miran preocupados.

P. M.:

Ahora, dime qué te está pasando, querida. ¿Qué es?

Beatriz:

(Frotándose las manos y los ojos mientras cae sobre la silla) No — No es nada. Nada.

En este momento el mayordomo aparece y entra, anunciando con una caravana:

Mayordomo:

El Príncipe Holdain lo espera, señor.

P. M.:

Pídele que entre. (Como si hablase consigo mismo) Ahora vamos a platicar con la suntuosa realeza. Pobre cosa que se hunde, asida a un madero sin poder alzar la cabeza de la espuma.

El Príncipe Holdain aparece en la puerta, precedido por el mayordomo.

Mayordomo:

¡El Príncipe Holdain!

El Príncipe entra y el mayordomo sale.

P. M.:

(Apuntando hacia una silla cerca de su mesa. El Príncipe se sienta) Viene a contarme sus problemas con los trabajadores.

Príncipe: Sí, y tengo mucho que decir.

P. M.:

¡No necesita decirlo! Escuche, si tiene voluntad, lo que estoy a punto de decirle. De otra manera, continuará escuchando el zumbido de las abejas que colectan miel para la abeja reina.

Príncipe:

Lo escucho, señor.

P. M.:

(Reflexivamente) Que cada capitalista haga a cada trabajador su socio, y vendrá el momento en que cada trabajador podrá ser accionista a través de la riqueza que produzca, y vendrá el momento en que ustedes, los capitalistas, habrán recibido a cambio todo el aceite y la sal que han puesto en la olla, y ciertamente estarán conformes; y los trabajadores encontrarán toda la carne que de sol a sol han puesto en la olla, y ellos también estarán conformes.

Su Alteza Real, no tengo más que decir. Confío en que haya atendido a mis palabras. Que tenga buena noche.

El Príncipe se pone de pie, hace una caravana rígida, y sale.

P. M.:

Beatriz, querida, estoy cansado. Tengo todavía mi arco, pero mi carcaj está vacío. (Mira a su alrededor) El día casi termina. ¿Qué más hay que hacer?

Beatriz:

Creo que las dos monjas a quienes prometió audiencia están esperando. Pero si prefiere descansar, estoy segura de que entenderán y vendrán después.

P. M.:

¡Oh, la Hermana Clementina!

Mientras lo dice, el mayordomo entra otra vez.

Mayordomo:

La Madre Superiora del convento y su compañera esperan.

P. M.:

Pídales que entren.

El mayordomo va a la puerta y hace señas a las dos monjas que están justo afuera para que entren. Entran la Hermana Clementina y su compañera. Se va el mayordomo.

P. M.:

Por favor, tomen asiento. Les ruego que perdonen a este cuerpo por no levantarse. En espíritu, me levanto ante ustedes.

Ambas monjas se sientan.

Hermana Clementina:

Es muy noble de su parte, señor, decir esto.

P. M.:

Y ahora, ¿qué quisieran de mí? Espero que algo que esté en mi poder darles.

Hermana C.:

Junto a nuestro convento hay un terreno que quisiéramos para nuestros huérfanos y para los niños que los hombres y las mujeres no reconocen como propios, niños del azar, niños de la noche. Pero para nuestro pesar, el Príncipe Holdain quiere ese terreno, aunque no tiene título de propiedad. Nosotros lo queremos, señor, para nuestras necesidades. Él simplemente lo quiere para sumarlo a sus riquezas, a su vasta propiedad. Por eso vinimos a rogarle.

Él descansa su rostro por un momento en su mano.

P. M.:

Queridas, queridas mujeres niñas, haciendo de madres de los niños de otras mujeres. Ustedes deberían tener espacio suficiente para cunas. Mi corazón siempre está con aquellos que aman tiernamente sin saber si quiera sobre qué cabeza acomodar su amor. Pero, Hermanas queridas, son ustedes afortunadas pues encontraron objetos para su amor y su ternura. (Pausa)

La tierra será entregada a ustedes. Déjenme pensar por un momento. Déjenme pensar. Hay una ley que dice algo así como: Un campo, viñedo o huerto que ha sido abandonado por quince años, que no ha sido cosechado, sembrado, abonado o mantenido, deberá regresar a ser propiedad de la corona. (Mira a la Hermana Clementina) Yo me aseguraré de que la corona se los asigne en reconocimiento a los servicios que prestan ustedes al Estado. (Habla a Paul) Ve a la biblioteca y busca bajo el título de “acuerdos y transacciones”. Creo que encontrarás que el formato setenta y siete es el que queremos para este caso. Hazle una copia junto con los Edictos Reales. Me refiero al de siempre. Anda, ve.

Paul se pone de pie, hace una caravana y sale.

P. M.:

(A la Hermana Clementina y a su compañera) Vayan en paz, Hermanas queridas, queridas madres de los hijos de otras mujeres. Me hace feliz servirles

.

Ambas se levantan.

Hermana C.:

Gracias, señor. Le agradezco desde las profundidades de mi corazón.

P.M.:

Yo soy quien debe agradecer. Me han dado el privilegio de ser padre por un efímero momento.

Las dos monjas hacen la señal de la Cruz.

Hermana C.:

Que María, la Virgen, Madre de todos nosotros, lo proteja. Que nuestro Señor Jesús y Pastor nuestro lo guíe al sagrado Jardín.

El Primer Ministro está demasiado conmovido para hablar. Se inclina para recibir la bendición que la Hermana le da. Las monjas salen.

P. M.:

(Después de un profundo silencio) Estimadas mujeres, mendigando pan para el hambre de otras mujeres. Pero todos somos mendigos a las puertas, y cada uno para el hambre del otro. (Una pausa larga) ¡Oh, Beatriz, me siento tan agotado! (Hace un gesto para que se vayan ya los guardias de la puerta. Se van y cierran las puertas detrás suyo. Está solo con Beatriz)

Está oscureciendo. (Cepilla su rostro con sus manos marchitas. Beatriz se levanta instantáneamente y enciende varias velas por la habitación. Vuelve a su lugar y se sienta a su lado)

Ha terminado el trabajo de un día, y ahora encontrarás reposo. (Pausa)

Pero hay otro día. Oh, Beatriz, amiga mía, estoy tan cansado de este día.

Estira las manos sobre la mesa delante suyo, deja caer la cabeza, suspira profundamente, y queda quieto. Ha muerto. Beatriz pausa. Grita sabiendo que él murió.4

Es en este momento que el Hombre inadvertido entra por la puerta de arriba izquierda, y con paso rítmico camina por la habitación, esta vez hacia el Primer Ministro. Llega y se pone de pie detrás de él, poniendo su mano sobre el hombro del Primer Ministro y mirando hacia el espacio vacío.

Beatriz lo ve. Abre los brazos y con la cara transfigurada y la voz llena de emoción:

Beatriz:

¡O-o-oh! Siempre supe que era así. Ay, amigo mío, amigo mío. ¡Si el mundo pudiera ver lo que yo veo y saber lo que sé!

Telón lento.

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Nota del T. Las dos oraciones anteriores aparecen en una nota que deja Gibran en árabe y a mano sobre el borrador.